sábado, 24 de octubre de 2009

Los Caballeros templarios


En 1115 Hugo de Payens y Godofredo de Saint-Omer fundaron la orden del Temple para la defensa de los peregrinos de Tierra Santa. Esta orden, una de las más poderosas de Tierra Santa, tuvo un final trágico con la ejecución de su gran maestre, Jacques de Molay.

Los caballeros de cristo:

Tres años después de que Hugo de Payens y Godofredo de Saint-Omer decidieran fundar una congregación para la defensa de los peregrinos en Tierra Santa, los primeros miembros de la comunidad prometían ante el patriarca de Jerusalén los votos monásticos de pobreza, castidad y obediencia. Los pobres caballeros de Cristo, así llamados por su humildad y austeridad, se instalaron en el solar del templo de Salomón, que el rey Balduino II les había entregado en propiedad.
En 1125, el concilio de Troyes reconoció a la orden, que en adelante contó también con el apoyo de la más importante autoridad espiritual de la época, Bernardo de Claraval, que defendió ardorosamente las excelencias de esta nueva forma de milicia. Con el apoyo del papado, del abad de Claraval y de la pujante orden del Cister, el poder de los templarios creció de forma espectacular en hombres y riquezas, extendiéndose por todos los rincones donde la cristiandad se hallaba amenazada: Jerusalén, Antioquía, Trípoli, Aragón y Portugal. Más tarde se unieron a ella los preceptorios de Aquitania, Poitou, Inglaterra, Provenza, Apulia, Hungría, Alemania, Sicilia y Grecia.

La milicia del Temple

En la cima de su poder el Temple llegó a reunir en propiedad alrededor de 9000 señoríos en el continente. Estas propiedades constituían la reserva material y humana de la orden, que pronto se convirtió en el ejército más formidable del reino de Jerusalén. De ellas procedían no sólo los caballeros que integraban la comunidad templaria, sino también grandes contingentes de soldados que servían como sargentos o auxiliares. Al lado de los monjes soldados se encontraban los caballeros seculares, esto es, los que servían por un tiempo determinado y a los que se les permitía el matrimonio. Estos caballeros seculares prometían donar al Temple la mitad de sus bienes a su muerte.
En tiempos de la segunda cruzada, poco más de un siglo después de su fundación, la orden templaria constituía junto al Hospital, la mitad de la fuerza militar del reino de Jerusalén y, a partir de 1147, acudieron a todos los llamamientos reales contra los musulmanes. Su enorme poder militar y económico quedaba reflejado en el gran número de feudos que la orden poseía en Palestina y Siria.
En el orden de batalla, los templarios formaban parte del ala derecha, la más distinguida del ejército real, mientras sus hermanos hospitalarios ocupaban el ala izquierda. Precisamente la progresiva rivalidad entre ambas órdenes fue una de las causas de la caída del reino de Jerusalén. Hubo por consiguiente, diversos intentos por parte del papado y del rey de Francia para unificar ambas órdenes en una sola, como el llevado a cabo en el concilio de Lyon de 1274, que promovió San Luis de Francia. En 1293, después de la caída de Acre, el papa Nicolás IV elevó la misma propuesta. La idea fue recogida por todos los notables de la época, muchos de los cuales eran favorables a esta decisión papal o, como alternativa, a la creación de una tercera orden que englobara al temple y al hospital.
En 1293 la orden desempeñó un valioso papel en la defensa de Acre, donde murió su gran maestre. Después de la pérdida de la ciudad, los templarios se reagruparon en Chipre, que desde hacía unos años era la retaguardia del reino de Jerusalén. Sin embargo, la orden, después de algunos intentos fallidos sobre las costas siria y egipcia, no logró adaptarse a los nuevos tiempos y acabó degenerando en una especie de banco de préstamo gracias a su impresionante red financiera internacional. Y es que, además de una formidable fuerza militar, el Temple se había convertido en una solvente entidad crediticia, la más importante del orbe cristiano. Su enorme fortuna estaba depositada en sus casas de Paris y Londres, y la rectitud de sus banqueros y la solidez de sus depósitos la habían convertido en el principal prestamista de monarcas y príncipes. Incluso el tesoro real francés se hallaba custodiado en el edificio del Temple de Paris.
Este fabuloso tesoro alimentó la codicia de Felipe el Hermoso de Francia. Como rey de su país y nieto de San Luis, Felipe estaba destinado a liderar una nueva cruzada para liberar los Santos Lugares. Esa era la excusa que necesitaba para hacerse con el control del tesoro de los templarios sin caer en sacrilegio y conseguir el apoyo de Clemente V, un papa francés residente en Avignon. Amparándose en rumores y acusaciones de dudosa fiabilidad como las vertidas por Esquiu de Floyrian, que les acusó de blasfemia, idolatría y prácticas sodomíticas, Felipe consiguió del papa Clemente el visto bueno para someter a la orden a un proceso judicial.
En 1306 el papa se reunió en Roma con Jacques de Molay, gran maestre del Temple, y de nuevo le propuso unirse con la orden de San Juan y proyectar juntas una nueva cruzada sobre el reino de la pequeña Armenia. A todas luces se trataba de un expediente para salvar a la orden de la tormenta que se avecinaba, pero Jacques de Molay se negó a aprobar la iniciativa pontificia porque la consideraba inviable. Un año después, el papa recibió los cargos acusatorios de Felipe de Francia y daba el visto bueno a la creación de una investigación sobe las actividades de la orden. Fue el principio del fin de los templarios.

La disolución de los templarios

El 15 de septiembre, el rey Felipe ordenaba el encarcelamiento de los templarios de Francia e inició contra ellos un proceso plagado de irregularidades. Trece miembros lograron escapar a la redada, y los demás fueron enviados a las mazmorras del rey. Allí fueron torturados hasta que todos ellos, excepto tres, confesaron los crímenes y fueron condenados a diversas penas, entre ellas la de prisión perpetua. Debido a una interpretación rígida de la ley, los que a pesar de la tortura seguían negando los cargos, era considerados reincidentes, y por tanto enviados a la hoguera por herejes. Cincuenta y cuatro templarios fueron entregados a las llamas el 12 de mayo de 1310. Los demás terminaron por confesar.
Sin embargo, la comisión pontifica que examinaba la causa no halló culpable a la orden. La investigación se llevó a cabo en todos los países de la cristiandad. En todas partes, salvo en Francia y algunos distritos italianos, los templarios fueron declarados inocentes: la confesión de los templarios franceses no significaba que profesaran una doctrina herética ni una regla secreta distinta a la aprobada por la Santa Sede.
Pero el papa, bajo la presión del rey de Francia, decretó la disolución de la orden. Esto implicaba una condena expresa, de forma que ni siquiera se realizó por sentencia penal sino mediante un decreto apostólico (bula del 22 de marzo de 1312). Disuelta la orden, había que decidir el futuro de sus miembros y de sus bienes, que fueros entregados a la orden del Hospital o, en el caso de Portugal y Aragón, a las órdenes de Cristo y Montesa. A los caballeros sin culpa se les concedió la posibilidad de incorporarse a otras órdenes militares, o bien a secularizarse con una pensión vitalicia a cargo de los bienes enajenados a la orden. En cuanto a aquellos que reconocieron algún tipo de culpa, se les remitió a la justicia, si bien se exhortó a los tribunales para que atemperasen el rigor de la justicia en aras de la misericordia. Pero, como sucedió en el caso de Jacques de Molay y sus companeros, no siempre fue así.

El último acto de los templarios

La causa del gran maestre Jacques de Molay y de los tres primeros dignatarios templarios, que habían confesado su culpabilidad, fue reservada al papa. Éste intentó reconciliarlos con la Iglesia y para ello ideó una ceremonia pública de penitencia que levantara las dudas que se habían planteado tras el procesamiento.
Las autoridades francesas ordenaron levantar un cadalso frente a la catedral de Notre Dame y procedieron a la lectura de la sentencia. Para sorpresa de los asistentes, el gran maestre defendió el honor de la orden y proclamó públicamente la inocencia de sus hermanos. Ese mismo día, De Molay –junto con el preceptor de Normandía, Godofredo de Charney y otros 35 caballeros- fue quemado vivo, acusado de herejía.
El valor de Jacques de Molay en el instante previo a su muerte en la hoguera impresionó profundamente al pueblo y, puesto que tanto el papa como el rey de Francia y sus cómplices fallecieron poco tiempo después, circuló la leyenda de que De Molay los había emplazado a comparecer ante el juicio de Dios.